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Por eso también escribió para niños, porque lo inverosímil de sus ocurrencias encontraba refugio en las historias que él hubiese querido leer al principio de su vida lectora, de su breve vida lectora. Hombres que llevaban en la piel tatuada historias, osos inflables, autos ingrávidos y un Quijote levantado de su lecho mortuorio, como un Lázaro rebelde, ávido de más aventuras. Y no eran sólo historias, tenían poesía y explicaciones alternas sobre el orden del Universo, átomos como bichos inescrutables que escapaban al menor intento de medición, signos en el papel, en las pantallas como medio de compartir sus ojos, tejido de imágenes trasplantadas de cabeza en cabeza a través de cualquier distancia, de cualquier mar real o imaginario.
Cuando se sentaba a escribir, cargaba en las espaldas toda la sangre derramada por su especie y la ofrecía, sublimada a veces, a veces desnuda como un martillazo en la cabeza; la delicadeza de una telaraña mecida al viento o la sangre tibia de cuerpos violentados. Escribir fue su gloria y su penitencia mientras la muerte absurda no le hundió las garras.
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Marti Lelis / Teoría del caos

¿Qué muerte no es absurda cuando quedan tantas cosas por hacer?
Saludos,
J.
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