De la novela con mano… y ficción

Marti Lelis

…Así con lo de la mano. Una historia a la que no teníamos acceso directo porque eso sucedía en el Sanatorio, y ya se sabe (la mitad de San Juan lo sabe y lo murmura) que en el Sanatorio pasan demasiadas cosas para las que se buscan explicaciones tremendistas, fantasiosas o de supersticiones que nos iban legando historias de horror de aparecidos, de fantasmas tranquilizadores o leyendas novohispanas que culminaban en el supuesto hallazgo de monedas de oro que le cambiaban la vida a los albañiles, a los dueños del predio y a los involucrados. Luego se abatía sobre ellos la desgracia, y así mejor hubiera resultado no encontrarse el maldito dinero. Historias edificantes y otras no tanto. La cuestión era inventar.

Lo verificable es que al Sanatorio llegaban muchas ambulancias y carrozas de funerarias que horrorizaban a las abuelas por la frecuencia con que los ataúdes entraban y salían cargados, a cualquier hora del día. Como fachada de algo más, los directivos sí que se habían esforzado, pues a través de las rejas que protegían la manzana entera, se podía ver por las mañanas que circulaban hombres y mujeres en bata por los jardines muy bien cuidados, llenos de jacarandas, altísimos fresnos como los del parque y muchos frutales, durazneros, aguacates y mucho pasto bien podado, un oasis en medio de la ciudad reseca por el clima extremo que siempre hemos tenido en San Juan.

¿Que si alguien había visto a la mano? Parecía que todo mundo. Para unos era un trozo de cuero reseco con dedos; para otros repugnante despojo de un cadáver; para las señoras reliquia de algún santo próximo a canonizarse, adorable miembro amputado digno de veneración y respeto; unos decían que era la mano de un niño, otros que de adulto; unos que de hombre y la mitad que de mujer, de niña santa o de niño mártir. Pongo esto aquí para consignar el proceso del que se nutren las leyendas, las muchas historias con las que disfrazamos la realidad que nos incomoda o, de plano, nos amenaza de manera tan directa como para refugiarnos en la fantasía compartida, en el material para el chisme de café de las señoras o de los respetables cabecitas grises que se reúnen todas las tardes en La Flor o en La Tía Yola y se dedican a agregar capítulos a la socorrida historia.

Yo casi ya no acudo a esas charlas, tengo demasiadas cosas por leer y, sobre todo, por escribir. Además, una tarde les dije que yo sí había visto la mano. Se los dije por experimentar, por ver qué reacciones había. Estábamos en La Flor. Sucedió lo esperado: pocos levantaron la vista de sus celulares, algunos pidieron otro trago y otros me miraron con lástima. Les di dos o tres detalles hasta que dejaron de poner atención, la vista perdida en sus ventanitas de Face o de Whatsapp, y ahí fue cuando se me ocurrió escribirlo y ponerlo en la red para que la mano les saltara desde las pantallitas y, mucho mejor aún, embarcarme en la empresa sin esperanza de imprimir en forma de libro para que pudieran ponerlo en la mesita de noche o darle un lugar en sus hipotéticos libreros…

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[Fragmento de la novela con mano y ficción]

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