De unicornios entre algodones
Marti Lelis
Éste de la foto es un europeo Oryctes nasicornis y no es el mismo que tuve. Años duró mi ejemplar entre mis juguetes, entre canicas y autitos a escala, los trompos, un yoyo; años duró en la caja metálica de galletas, improvisado juguetero; no sé por qué duró tantos años ahí, el cuerpecillo momificado de un escarabajo rinoceronte que en cierta ocasión, niño de 7, quizá de nueve años, intenté rescatar de la vorágine de hormigas que ya lo arrastraban en el jardín, multitudinarias, al hormiguero. Casi no se movía, estaba agonizante. Lo rescaté de las mandíbulas, pero murió poco más tarde. Sus movimientos se hicieron cada vez más lentos, hasta que quedó quieto. No lo devolví al jardín, quise conservarlo, rendirle mi homenaje de niño jugando con él y los autitos, imaginarlo monstruo gigante; rendirle homenaje al mostrarlo orgulloso a las visitantes de mi madre, incomprensivas señoras que se horrorizaban al ver el escarabajo en mi mano, pensándolo vivo y venenoso. Envidia de mis amigos, indiferencia de la mayoría de los señores. “Un gran ejemplar”, decía mi padre. El escarabajo me acompañaba a la escuela, en una caja pequeña entre algodones. Terror de las niñas mis amigas de primaria.
Con el tiempo, el esqueleto fue perdiendo extremidades al volverse quebradizo. Quedó el cuerpo sin patas, luego cayeron los élitros. Hasta que un día sufrió la decapitación esperada. La cabeza con su cuerno duró más y yo me fui de la ciudad y de la infancia.

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Marti Lelis / Del libro de mis memorias